Hace tiempo que Naciones Unidas dejó de contar el número de víctimas mortales en la guerra de Siria. Tal es la sangría y el caos que nadie se atreve a poner cifras oficiales a los muertos. Incluso después de perder la vida se les arrebata así el derecho a ser nombrados, a dejar constancia de su existencia, de preservar su memoria más allá de quienes les conocieron. Tampoco es muy propicia la suerte que aguarda a los que intentan escapar del campo de batalla global en el que se ha convertido su país. Cruz Roja internacional asegura que hay más de 6.300.000 personas desplazadas dentro de Siria, 5.000.000 sitiadas rodeadas de fuego abierto y más de 4.800.000 refugiadas en países próximos. Pero la guerra en Siria, lamentablemente, no es la única que está en marcha en nuestro planeta, aunque sea la que acapara casi todos los titulares. Afganistán, Libia, Chad, Irak, República Democrática del Congo, Yemen, Ucrania, Birmania… la lista de países en los que la población está sometida a la amenaza de las armas por conflictos enquistados desde hace décadas o nuevos estallidos de violencia es larga y dolorosa. Son guerras en los que los campos de batalla se desdibujan y en las que los bandos cambian (incluso se mezclan en alianzas imposibles o en un todos contra todos que hace muy complejo identificar las causas primigenias del conflicto). En su último informe, de mediados de 2016, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados cifraba en 16 millones y medio las personas a su cargo; según sus datos, cada minuto 24 personas son obligadas a abandonar su hogar en el mundo. A estas cifras habría que añadir los no registrados por la agencia y los millones de personas que huyen de la violencia económica o medioambiental (porque no solo se mata con las balas y las bombas, también se mata con la pobreza).
Ante la desidia, la inoperancia o la falta de escrúpulos de los gobiernos occidentales (capaces de fabricar y vender las armas utilizadas en los conflictos con una mano, y de cerrar sus fronteras con la otra), los refugiados quedan a merced de la ayuda que puedan prestarles las organizaciones que trabajan sobre el terreno. Pero los recursos con los que cuenta, debido a la avalancha de personas desplazadas, son siempre insuficientes. De ahí que toda ayuda resulte necesaria. Josephine Goube tuvo claro desde el comienzo de la crisis de los refugiados en Europa que necesitaba hacer algo. Su respuesta fue fundar, junto a un grupo de voluntarios que, como ella, provienen del mundo de las nuevas tecnologías, Techfugees: “pensamos en trasladar las habilidades y el conocimiento que tenemos para que los servicios que las ONG están proporcionando a los refugiados, pudieran crecer sin que aumentasen los costes”. Techfugees auspicia conferencias, hackatones (tormentas de ideas con un fin específico) y eventos organizados por una red global de colaboradores. Gente brillante y generosa que pone su talento al servicio de las necesidades de los refugiados siempre sin ánimo de lucro. Aunque no ponen límites a las propuestas, la mayoría de ideas aportan en cinco campos esenciales: salud, educación, infraestructuras, identidad e inclusión social. Techfugees pone en contacto a desarrolladores, diseñadores, emprendedores y startups con las ONG que trabajan directamente con los refugiados para trasladarles sus necesidades. Goube tiene claro que los refugiados “deben ser vistos y escuchados como gente capaz, no como personas que viven de la beneficencia o por los que debemos sentir pena”. En definitiva, dotarles de herramientas y ayudar a que puedan recuperar la dignidad que merece todo ser humano por el simple hecho de nacer.
Edición: Noelia Núñez | Mikel Agirrezabalaga
Texto: José L. Álvarez Cedena